La cárcel de Soto

 

 

Después de la cena de Nochebuena, con mi nueva flamante guitarra de 400 euros, una botella de ratafía que llevaba en la maleta y que no se quedó por eso en el portaequipajes superior del tren de cercanías, y sin ninguna canción en el nuevo estuche, que era nuevo, pero no era rígido, era de tela, sin pedal y sin ampli, que, claro, se había quedado en Barcelona, pero ya nos las apañaríamos, me presenté en casa de Davín para retomar nuestra aventura musical. Digo retomar porque más de veinte años antes ya habíamos estado tonteando con cancioncitas, “versos de postín”, que vomitábamos en el garaje de casa de sus padres con el Abete a la batería. En los tiempos del instituto con su hermano Rafa, con el Luva, con Izaskum y con quienes se unieran, teníamos una banda llamada ACME, de nombre lógico por la precariedad de los instrumentos y de la técnica musical de tod@s l@s componentes de aquella banda. El Abete se unió más tarde, sustituyendo a su hermano Rafa, solo para poco después todos, por unas cosas u otras, desaparecer y quedarme yo solo, tocando mis canciones ante un público estupefacto en La Casa de la Juventud y, posteriormente, años después, ya en

Después de la cena de Nochebuena, con mi nueva flamante guitarra de 400 euros, una botella de ratafía que llevaba en la maleta y que no se quedó por eso en el portaequipajes superior del tren de cercanías, y sin ninguna canción en el nuevo estuche, que era nuevo, pero no era rígido, era de tela, sin pedal y sin ampli, que, claro, se había quedado en Barcelona, pero ya nos las apañaríamos, me presenté en casa de Davín para retomar nuestra aventura musical. Digo retomar porque más de veinte años antes ya habíamos estado tonteando con cancioncitas, “versos de postín”, que vomitábamos en el garaje de casa de sus padres con el Abete a la batería. En los tiempos del instituto con su hermano Rafa, con el Luva, con Izaskum y con quienes se unieran, teníamos una banda llamada ACME, de nombre lógico por la precariedad de los instrumentos y de la técnica musical de tod@s l@s componentes de aquella banda. El Abete se unió más tarde, sustituyendo a su hermano Rafa, solo para poco después desaparecer, por unas razones o por otras, toda la banda, y quedarme yo solo, tocando mis canciones ante un público estupefacto en La Casa de la Juventud y, posteriormente, años más tarde, todo hay que decirlo, ya en la Universidad, en alguna asociación vallecana de cuyo nombre prefiero no acordarme, pero que me acuerdo ahora que escribo esto y que se llamaba, así, tal cual, La Asociación (¿existirá aún?), por mediación de Óscar, un amigo del Luva, de la que hay incluso una grabación en cassette de aquel concierto en solitario. Bueno, el Luva me acompañó con su guitarra en un par de canciones que probablemente nunca salgan a la luz. O sí, quién sabe, Las cintas que iba dejando por los garitos de música en directo de Malasaña no despertaron el interés de los programadores de conciertos. Y así se diluyó mi vocación de artista. Años después, en esas sesiones de garaje, previo paso por La Alameda, que era en realidad donde escribíamos las canciones, se forjó el germen de la complicidad musical con Davín. Los avatares vitales hicieron que luego cada uno siguiera su periplo vital y la música, como banda, otra vez desapareció de nuestros mapas mentales. Pero en esos días de La Alameda surgieron canciones imborrables, como «El pico de San Pedro», «Mis amigos dónde están», o lo que sería nuestro leit motiv principal: «La cárcel de Soto». Quizás dedique una entrada a «El Pico de San Pedro», lo merece por algo que me ocurrió recientemente, veremos si da de sí la cosa. De momento esto lo dejo aquí.

 

En esos días, los 1990s, claro, estábamos Davín y yo on fire. Nos juntábamos en La Alameda con mi guitarra española (que no sé de dónde salió, la verdad) y las cabezas en ebullición, haciendo canciones de cualquier acontecimiento, magnánimo o insignificante, que pudiera ocurrir. Claro, los dos aún vivíamos en casa de nuestros padres, así que era fácil quedar en La Alameda, con unos litros, unos petas y una creatividad, o al menos un ansia de creatividad, desbordante. Davín ya hacía sus cómics. Es la época quizás del Sunday Morning, donde escribíamos los tres mosqueteros: el Davín como alma máter de la creatividad, el Luva como autor intelectual y yo, que pasaba por allí, haciendo lo que podía, que era poco pero pretencioso y mal. Pero escribía canciones, eso sí. Había un plan de construir una cárcel en el pueblo vecino, en Soto del Real. Y esto desencadenó un movimiento vecinal como nunca antes se había conocido en la comarca. Y lo digo con conocimiento de causa, porque buceando en las crónicas de las publicaciones de la época, en las revistas y los periódicos locales hasta entonces solo se hablaba de toros, de la maravillosa Dehesa de Navalvillar y de El pico de San Pedro (el que, como ya he dicho antes, tiene su propia canción que nunca, por otra parte, pasó a formar parte de nuestro repertorio). ¡Ah! En esos días también vino el Papa (de Roma) a visitarnos, un Juan Pablo, creo, del que no recuerdo el número y que, como no podía ser de otra forma, tuvo su propia canción: «El papa viene a verte (qué fuerte, qué suerte!). Algun@s amig@s aún me recuerdan la hilaridad de esa canción. Venga, aquí la letra:

 

El Papa viene a verte

(qué fuerte, qué fuerte)

El Papa viene a verte

(qué suerte, qué suerte)

El Papa viene a verte

(la muerte, la muerte).

Voy a ver al Papa

me pongo guapa, me pongo guapa

me pongo guapa

Me cuelgo un crucifijo 

y haciendo el pijo 

me voy poniendo 

en mi escondrijo.

Mil horas de espera

bajo la farola

el botijo de anís

me lo bebí yo sola.

La pota de pipas

sobre una monjita,

¿quien ha traído aquí

!el agua bendita!?

El Papa viene a verte, etc.

 

De repente el pueblo en particular, y la comarca en general, se volvió ecologista. Se creó una asociación (una ONG que diríamos ahora) en contra de la cárcel. Había estudios ecológicos de cómo la torre de la cárcel, con su irreverente altura, más alta incluso que la de la torre de la iglesia del pueblo (Colmebar Viejo en aquel entonces), iba a confundir a las aves voladoras, desviándolas de sus rutas migratorias. De repente había un problema ambiental que no se podía consentir. Había manifestaciones en los aledaños de la cárcel donde los alcaldes incrustaban sus varas edilescas en los terruños como símbolo de resistencia (“el alcalde con su vara y el progreso nos engulle -huye, huye, huye, huye…», que dice la canción). ¿Cómo no íbamos a hacer una canción de este fenómeno? La realidad, de nuevo, nos lo ponía a huevo (esto no es un verso de la canción).  

 

Estábamos en La Alameda, supongo que bebiendo birras y fumando petas, o no, o sí, más sí que no o más no que sí, a saber. Yo tenía mi guitarra española y de repente salió el riff de acordes en el quinto traste que después de cuatro repeticiones bajó por el traste de La-Re, La-Re, La-Re, La-Re, hacia La-Sol-Mi… Y uno de los dos, a saber quién (porque, no lo he dicho, pero Davín era yo y yo era Davín, aunque esto lo descubrimos más tarde, en ese entonces estábamos en el inicio de lo que solo con los años se convertiría en una inquebrantable y eterna amistad, a pesar de todo, no sé si se explicará esto más adelante) dijo: “La cárcel de Soto me vuelve loco”, y el otro respondió “poco a poco, poco a poco”. Y vino la réplica: “ Y para que se llene ya falta poco” que le devolvió un eco cantando “poco a poco, queda poco”. Y del tirón, como todas las demás canciones que haríamos juntos, en unos minutos ya teníamos tema. Uno más. Un tema más para descojonarnos. Sin mayor pretensión. Sin mayor proyección. Solo la de descojonarnos escribiéndola y la de luego cantársela a nuestros amigos en una tarde cualquiera de birras y porros. Sin mayor cosa ni necesidad de acaparar protagonismos. Solo porque nos apetecía reír, reírnos, reírse, y reirus. Vaya, supongo, viéndolo ahora en retrospectiva, porque ya la cosa empezaba a ser o de reírse o de vaya cómo está la cosa.

 

Si en las calles la cosa iba de un ecologismo impostado, un ecologismo en una tierra de dominación militar (en Colmebar estaba la base de San Pedro, donde buena parte de lo que es hoy la España vaciada -y bastante viciada cuando llegaban al pueblo- vino a hacer la mili -dios me libre y me libró y por eso le doy las gracias, una base de la FAMET y a apenas 15 kilómetros un cuartel de tanques; tres cuarteles militares que mantienen hoy día su actividad militar), por dónde iba, eso, que si en las calles la batalla era ecologista, en las casas la cosa era más seria. Una cárcel en la comarca implicaba una delincuencia rampante, violaciones a las chicas de los pueblos, tráfico de drogas, mafias, marginación, depauperación, confrontación, maldad, crímenes tortuosos, estado de sitio, en definitiva. Vaya, lo que describía la letra de nuestra canción, escrita al alimón de a ver quién la dice más gorda, que con el tiempo, fue adaptando su letra a las circunstancias de los tiempos. Aunque hubo personajes que no pudieron desaparecer de la letra por méritos propios. Otros, llegaron de nuevas. Todos, para quedarse. Y, es que, en «La cárcel de Soto» cabemos todos.

 

Estábamos en que me llegué a la casa de Davín, que ya vivía en la casa mata de la que hablé el otro día y, ¿por dónde íbamos a retomar la historia? Bien, ¡has acertado! Por «La cárcel de Soto». 

 

«La cárcel de Soto» era lo más parecido a nuestro primer (y, creo, único) himno y estábamos dispuestos a explotarlo hasta sus últimas consecuencias. ¿Cuáles eran sus últimas consecuencias? Darle, como en lo que sería una constante en el resto de nuestros temas, vueltas y vueltas, generando espirales, conquistando espacios en blanco, modificando letras, sacando arreglos y riffs de guitarra, dando las vueltas de tuerca que hiciera falta a la letra, hasta conseguir la canción que puedes escuchar en el EP de El viaje alucinante. La guinda del pastel la puso Davín, en una de las sesiones interminables en las que tocábamos una y otra vez la dichosa canción, con ese final copiado del “I wanna be your dog” de Iggy Pop. La canción estaba ya cerrada. Completada, más bien. Se habían incorporado a la canción las mafias rusas y colombianas, que no existían en los 1990s en nuestros medios. También incorporamos al pobrecito independentista (que tampoco existía en la mentalidad mesetaria de entonces). Lo hizo, cómo no, Davín, el único que para eso tenía perspectiva entonces. Lo del pepero farlopero no fue nada nuevo.

 

¿De dónde salió la preciosidad del bajo blanco Ibánez de Davín? Supongo que de la época primera que estuvo esperando luego durante un par de décadas a ser desenfundado para arremeter con nuestra actitud salvaje cualquier escenario que se nos pusiera por delante. Musicalmente, «La cárcel de Soto», como todas nuestras canciones, era un tema simple. Adaptado a nuestras limitaciones técnicas. Emocional y culturalmente, vino a prelucidar (perdón por la expresión, pero es la que me parece que viene más a cuento aquí) una época en la que estamos atrapados: un desfile de personajes que, independientemente de su condición, origen, tendencia y predilección, confluyen en un espacio común: La cárcel de Soto. Y eso les iguala. Como iguala la muerte. Carpe diem.

 

Aunque en el disco canto yo la canción, en los ensayos Davín, que tenía un ansia tremenda por desbancarme como cantante solista, fue apoderándose del tema para terminar cantándolo él en todos los conciertos que dimos presentándolo así (con sus infinitas variantes): “Chupitos para todos… Ahora vamos a tocar una bonita canción que siempre tocamos mirando a La Meca del capitalismo: La cárcel de Soto”. Y hay una grabación en la que, al terminar la canción, dice descojonao: «Nos vemos en la galería». Y la canción mejoró muchos puntos. 

Pues eso. La galería nos pone a todos en fila antes de entrar en ella. Allí nos vemos

en alguna asociación vallecana de cuyo nombre prefiero no acordarme, pero que me acuerdo ahora que escribo esto y que se llamaba, así, tal cual, La Asociación, de la que hay incluso una grabación en cassette de aquel concierto en solitario. Bueno, el Luva me acompañó con su guitarra en un par de canciones que probablemente nunca salgan a la luz. O sí, quién sabe, Las cintas que iba dejando por los garitos de música en directo de Malasaña no despertaron el interés de los programadores de conciertos. En esas sesiones de garaje, previo paso por La Alameda, que era en realidad donde escribíamos las canciones, se forjó el germen de la complicidad musical con Davín. Los avatares vitales hicieron que luego cada uno siguiera su periplo vital y la música, como banda, desapareció de nuestros mapas mentales. Pero en esos días de La Alameda surgieron canciones imborrables, como «El pico de San Pedro», «Mis amigos dónde están», o lo que sería nuestro leit motiv principal: «La cárcel de Soto». Quizás dedique una entrada a «El Pico de San Pedro», lo merece por algo que me ocurrió recientemente, veremos si da de sí la cosa. De momento esto lo dejo aquí.

 

En esos días, los 1990s, claro, estábamos Davín y yo on fire. Nos juntábamos en La Alameda con mi guitarra española (que no sé de dónde salió, la verdad) y las cabezas en ebullición, haciendo canciones de cualquier acontecimiento, magnánimo o insignificante, que pudiera ocurrir. Claro, los dos aún vivíamos en casa de nuestros padres, así que era fácil quedar en La Alameda, con unos litros, unos petas y una creatividad, o al menos un ansia de creatividad, desbordante. Davín ya hacía sus cómics. Es la época quizás del Sunday Morning, donde escribíamos los tres mosqueteros: el Davín como alma máter de la creatividad, el Luva como autor intelectual y yo, que pasaba por allí, haciendo lo que podía, que era poco pero pretencioso y mal. Pero escribía canciones, eso sí. Había un plan de construir una cárcel en el pueblo vecino, en Soto del Real. Y esto desencadenó un movimiento vecinal como nunca antes se había conocido en la comarca. Y lo digo con conocimiento de causa, porque buceando en las crónicas de las publicaciones de la época, en las revistas y los periódicos locales hasta entonces solo se hablaba de toros, de la maravillosa Dehesa de Navalvillar y de El pico de San Pedro (el que, como ya he dicho antes, tiene su propia canción que nunca, por otra parte, pasó a formar parte de nuestro repertorio). ¡Ah! En esos días también vino el Papa (de Roma) a visitarnos, un Juan Pablo, creo, del que no recuerdo el número y que, como no podía ser de otra forma, tuvo su propia canción: «El papa viene a verte (qué fuerte, qué suerte!). Algun@s amig@s aún me recuerdan la hilaridad de esa canción. Venga, aquí la letra:

 

El Papa viene a verte

(qué fuerte, qué fuerte)

El Papa viene a verte

(qué suerte, qué suerte)

El Papa viene a verte

(la muerte, la muerte).

Voy a ver al Papa

me pongo guapa, me pongo guapa

me pongo guapa

Me cuelgo un crucifijo 

y haciendo el pijo 

me voy poniendo 

en mi escondrijo.

Mil horas de espera

bajo la farola

el botijo de anís

me lo bebí yo sola.

La pota de pipas

sobre una monjita,

¿quien ha traído aquí

!el agua bendita!?

El Papa viene a verte, etc.

 

De repente el pueblo en particular, y la comarca en general, se volvió ecologista. Se creó una asociación (una ONG que diríamos ahora) en contra de la cárcel. Había estudios ecológicos de cómo la torre de la cárcel, con su irreverente altura, más alta incluso que la de la torre de la iglesia del pueblo (Colmebar Viejo en aquel entonces), iba a confundir a las aves voladoras, desviándolas de sus rutas migratorias. De repente había un problema ambiental que no se podía consentir. Había manifestaciones en los aledaños de la cárcel donde los alcaldes incrustaban sus varas edilescas en los terruños como símbolo de resistencia (“el alcalde con su vara y el progreso nos engulle -huye, huye, huye, huye…», que dice la canción). ¿Cómo no íbamos a hacer una canción de este fenómeno? La realidad, de nuevo, nos lo ponía a huevo (esto no es un verso de la canción).  

 

Estábamos en La Alameda, supongo que bebiendo birras y fumando petas, o no, o sí, más sí que no o más no que sí, a saber. Yo tenía mi guitarra española y de repente salió el riff de acordes en el quinto traste que después de cuatro repeticiones bajó por el traste de La-Re, La-Re, La-Re, La-Re, hacia La-Sol-Mi… Y uno de los dos, a saber quién (porque, no lo he dicho, pero Davín era yo y yo era Davín, aunque esto lo descubrimos más tarde, en ese entonces estábamos en el inicio de lo que solo con los años se convertiría en una inquebrantable y eterna amistad, a pesar de todo, no sé si se explicará esto más adelante) dijo: “La cárcel de Soto me vuelve loco”, y el otro respondió “poco a poco, poco a poco”. Y vino la réplica: “ Y para que se llene ya falta poco” que le devolvió un eco cantando “poco a poco, queda poco”. Y del tirón, como todas las demás canciones que haríamos juntos, en unos minutos ya teníamos tema. Uno más. Un tema más para descojonarnos. Sin mayor pretensión. Sin mayor proyección. Solo la de descojonarnos escribiéndola y la de luego cantársela a nuestros amigos en una tarde cualquiera de birras y porros. Sin mayor cosa ni necesidad de acaparar protagonismos. Solo porque nos apetecía reír, reírnos, reírse, y reirus. Vaya, supongo, viéndolo ahora en retrospectiva, porque ya la cosa empezaba a ser o de reírse o de vaya cómo está la cosa.

 

Si en las calles la cosa iba de un ecologismo impostado, un ecologismo en una tierra de dominación militar (en Colmebar estaba la base de San Pedro, donde buena parte de lo que es hoy la España vaciada -y bastante viciada cuando llegaban al pueblo- vino a hacer la mili -dios me libre y me libró y por eso le doy las gracias, una base de la FAMET y a apenas 15 kilómetros un cuartel de tanques; tres cuarteles militares que mantienen hoy día su actividad militar), por dónde iba, eso, que si en las calles la batalla era ecologista, en las casas la cosa era más seria. Una cárcel en la comarca implicaba una delincuencia rampante, violaciones a las chicas de los pueblos, tráfico de drogas, mafias, marginación, depauperación, confrontación, maldad, crímenes tortuosos, estado de sitio, en definitiva. Vaya, lo que describía la letra de nuestra canción, escrita al alimón de a ver quién la dice más gorda, que con el tiempo, fue adaptando su letra a las circunstancias de los tiempos. Aunque hubo personajes que no pudieron desaparecer de la letra por méritos propios. Otros, llegaron de nuevas. Todos, para quedarse. Y, es que, en «La cárcel de Soto» cabemos todos.

 

Estábamos en que me llegué a la casa de Davín, que ya vivía en la casa mata de la que hablé el otro día y, ¿por dónde íbamos a retomar la historia? Bien, ¡has acertado! Por «La cárcel de Soto». 

 

«La cárcel de Soto» era lo más parecido a nuestro primer (y, creo, único) himno y estábamos dispuestos a explotarlo hasta sus últimas consecuencias. ¿Cuáles eran sus últimas consecuencias? Darle, como en lo que sería una constante en el resto de nuestros temas, vueltas y vueltas, generando espirales, conquistando espacios en blanco, modificando letras, sacando arreglos y riffs de guitarra, dando las vueltas de tuerca que hiciera falta a la letra, hasta conseguir la canción que puedes escuchar en el EP de El viaje alucinante. La guinda del pastel la puso Davín, en una de las sesiones interminables en las que tocábamos una y otra vez la dichosa canción, con ese final copiado del “I wanna be your dog” de Iggy Pop. La canción estaba ya cerrada. Completada, más bien. Se habían incorporado a la canción las mafias rusas y colombianas, que no existían en los 1990s en nuestros medios. También incorporamos al pobrecito independentista (que tampoco existía en la mentalidad mesetaria de entonces). Lo hizo, cómo no, Davín, el único que para eso tenía perspectiva entonces. Lo del pepero farlopero no fue nada nuevo.

 

¿De dónde salió la preciosidad del bajo blanco Ibánez de Davín? Supongo que de la época primera que estuvo esperando luego durante un par de décadas a ser desenfundado para arremeter con nuestra actitud salvaje cualquier escenario que se nos pusiera por delante. Musicalmente, «La cárcel de Soto», como todas nuestras canciones, era un tema simple. Adaptado a nuestras limitaciones técnicas. Emocional y culturalmente, vino a prelucidar (perdón por la expresión, pero es la que me parece que viene más a cuento aquí) una época en la que estamos atrapados: un desfile de personajes que, independientemente de su condición, origen, tendencia y predilección, confluyen en un espacio común: La cárcel de Soto. Y eso les iguala. Como iguala la muerte. Carpe diem.

 

Aunque en el disco canto yo la canción, en los ensayos Davín, que tenía un ansia tremenda por desbancarme como cantante solista, fue apoderándose del tema para terminar cantándolo él en todos los conciertos que dimos presentándolo así (con sus infinitas variantes): “Chupitos para todos… Ahora vamos a tocar una bonita canción que siempre tocamos mirando a La Meca del capitalismo: La cárcel de Soto”. Y hay una grabación en la que, al terminar la canción, dice descojonao: «Nos vemos en la galería». Y la canción mejoró muchos puntos. 

Pues eso. La galería nos pone a todos en fila antes de entrar en ella. Allí nos vemos.