No recuerdo cuándo ni cómo decidimos volver a juntarnos para hacer canciones, aunque lo que sí recuerdo es que la cosa empezó mal. Llegaba a Madrid desde Barcelona, donde vivía entonces, a pasar, como cada año, las Navidades en casa de mis padres. Como iba a pasar bastantes días allí y con Davín habíamos quedado, como decía, en volver a juntarnos para hacer canciones, llevaba conmigo mi guitarra eléctrica. Mi guitarra eléctrica desde mis 14 años de edad, que era tan inseparable como mi identidad de los 14 años de edad. Tenía que llegar a Colmenar, nuestro pueblo. Estaba esperando el cercanías en Atocha. Vi que llegaba el tren a Alcobendas/San Sebastián de los Reyes, que hace la misma ruta que el de Colmenar hasta Cantoblanco, Universidad Autónoma, la Universidad donde estudié donde luego se bifurca hacia Colme. Movido por una mezcla de escapar del ruido de Atocha y dar curso a la nostalgia de pasar un rato en el andén de la Autónoma me pillé el tren de Alcobendas. Entre esperar el tren en Atocha y esperarlo en la Autónoma, en pleno campo y en mi antigua Universidad, dejándome inundar por los recuerdos de los mejores años de mi vida, que fueron los universitarios, no había duda: me voy a la Uni del tirón, me bajo allí y allí espero el tren a Colme. No hay color, vaya. De estar entre la multitud estresada con el vaivén ruidoso de los trenes que van y vienen, cuando los inviernos de Madrid aún eran fríos, pensé, qué gusto pasar frío en la parada de la Uni, un frío fresco en sensaciones pero cálido en recuerdos y no aquí en Atocha, que el frío es menos pero más gélido. Y, sobre todo, impersonal. Estaba en Atocha, pero ya incluso antes de coger el tren mi cabeza estaba en la Autónoma y ya estaba sintiendo el torrente de emociones que iba a encontrar allí sin haber llegado aún. Un gustazo. Si me hubiera quedado en Atocha esperando al tren de Colmenar, ahorrándome el trasnbordo, creo que habría sido todo mucho mejor. Por abreviar, la cosa es que fui.
En aquellos días aún no se había acuñado el término “bousada”. Creo que fue Jordi, en Sant Pau, quien lo acuñó, o al menos eso es lo que quiero recordar. Pero no voy a desarrollarlo porque las bousadas darían para un blog en sí mismo y no quiero irme del tema más de lo que ya lo estoy haciendo. Alguna que otra saldrá, no puede ser de otra forma, en alguna que otra entrada de este blog. El caso es que, ciertamente, bajarme en Cantoblanco-Universidad, sentarme en el andén a esperar el tren a Colme y sentirme en plenitud emocional total, no era como me lo venía imaginando y sintiendo, era mucho mejor. Más pleno porque, carajo, era real. Estaba allí. Aún la Autónoma de Madrid sigue siendo para mi una especie de paraíso perdido. Y así pasaron, en el paraíso recuperado, los diez minutos o así que debieron pasar, tiempo que en mi subjetividad se prolongaba a lo ancho concentrando una infinidad de sensaciones provocadas por una cantidad inaprensible de recuerdos que, eso, en tiempo de reloj no fueron más de 10 minutos, cuando de repente ya estaba subido en el tren de Colmenar, con mi maleta… ¡pero sin mi guitarra! Se había quedado en el portaequipajes superior del tren anterior que era donde la había dejado mientras me entregaba en los brazos de las sensaciones fantasmales del puto tramo Atocha-Cantoblanco.
Dios, qué inmediato, dramático, radical, desgarrador y desolador es bajar a la puta realidad y darte cuenta de que te habías quedado sin guitarra. Esa guitarra. Esa única guitarra que has llevado contigo desde los 14 años teniendo ahora (entonces) cuarenta y tantos. Es como un interruptor. En un clic pasas de la dicha más absoluta, a la miseria más humillante. Humillante hacia tí mismo, claro. La única posibilidad factual de sentirte humillado, que es la que uno se infringe a sí mismo. Sobre todo cuando no hay un agente externo que la infrinja. Mi guitarra no era una estupenda guitarra. En absoluto. Solo que era mi guitarra. Desde niño quería aprender a tocar la guitarra. Mi obsesión infantil era la música. No fue hasta que estaba en Primero de BUP y por pesadez, insistencia y supongo, por callarme de una puta vez la puta boca, cuando un día llego del instituto a mi casa y mi padre me dice que ha encontrado a una chica que le vende su guitarra eléctrica, que qué me parece. Que si la quiero probar. Yo le digo. No tengo ni idea de tocar una guitarra, puedo probarla pero da igual que lo haga o no, no sabré si es buena. Si tú te fías yo me fío. No hay otra. Porque, obviamente, mi padre no sabía tocar la guitarra, ni le gustaba la música electrificada (de pequeños quiso educarnos en escuchar música clásica, tenemos una colección fabulosa de esos vinilos de grosor imposible de La voz de su amo, toda una joya musical). Así que a los pocos días tenía una guitarra eléctrica preciosa. Supongo que como premio por haber pasado a Primero de BUP, algo con lo que no sé si, a esas alturas de mi corta vida, alguien de mi familia contaba que pudiera llegar a ocurrir. Habían pasado entre medias cosas que no vienen a cuento aquí. Volviendo a la guitarra, su cuerpo terminaba en dos puntas. Como casi todo en el cuerpo humano, era casi simétrica si se dibujaba una línea imaginaria en la horizontal medial. De color morada, granate más bien. 8.000 pesetas le costó, me dijo mi padre. Pero había que enchufarla. Era el año 1984, estaba en primero de BUP, año en el que se editó el Born in the USA, ¿cómo olvidarlo? En Primero de BUP yo ya me escapaba solo a recorrerme el underground de Madrid. Me conocía todas las tiendas de música del Centro, donde iba a ver guitarras, anhelando cualquiera de ellas. Como en la canción de Bruce Springsteen You Can Look (But You Better Not Touch). En Azca había una bar que se llamaba Dylan donde me dejaban entrar. Fue en la calle Leganitos donde fui a comparme, con los pocos ahorros que tenía, el ampli Fender de 25 watios que aún conservo y utilizo y que está justo a mis pies ahora mientras escribo esto. La de juego que ha dado este pequeño Fender no cabe en ninguna entrada de blog posible. Nunca lo he separado de mi lado. Con esa guitarra compuse y con ese ampli grabé en cintas de caset decenas de canciones, algunas de las cuales, decenas de años después, pasarían a formar parte del repertorio habitual de …ATM! Pero eso lo contaré cuando toque. Otro día, en un tienda de instrumentos musicales de segunda mano, creo que en Malasaña, donde viviría los siguientes mejores años de mi vida, con lo que me quedaba de dinero, compré un estuche rígido, de piel marrón despegada de la madera, por nada de dinero, para poder llevar y traer mi guitarra por los mil garitos por los que iba a ir a tocarla, no sabiendo aún ni poner una sola postura de acordes. Ya tenía el equipo para ser músico. Ahora había que desarrollar todo lo demás. Un tiempo después, ese mismo verano seguramente, no voy a decir cómo, me hice con el primer pedal de mi vida de los dos que he tenido (el otro es el ya conocido Rötweiller, que es el único que sigo utilizando). A lo que iba. En ese tren se quedó ese estuche, con la guitarra dentro, el pedal, que era en realidad un compresor cuyo sonido me flipaba, más las letras de todas las canciones que había escrito en esos años (que eran unas cuantas) en mi apartamentito de la calle Verdi de Barcelona. Todo eso desapareció de repente para nunca volver, en un puto instante, en un instante en el que estaba pleno de dicha, en un instante fatal. Algunas de esas canciones las conservo porque las grabé en un teléfono del que antes de que muriera descargué lo que tenía guardado en él. Al llegar a la estación de Colmenar le expliqué el percal al jefe de estación. Llamó a la estación de Alcobendas, a la de San Sebastián de los Reyes. Allí no había llegado ninguna guitarra. Volví a la mañana siguiente, volvieron a llamar a objetos perdidos. Ni rastro de una guitarra que, por cierto, no tenía marca. Era una imitación calcada de la Gibson SG, esa que tocaba Angus Young de los AC/DC. Una guitarra sin marca, dura de tocar, que monetariamente no valía nada en la década de los 2000, que solo había sonado, al menos desde que era mía, en un ampli Fender exprimido al máximo, con un pedal (el compresor) que daba el tono perfecto a las canciones que yo componía, y un montón de cuartillas llenas de letras de canciones, que como dice el tópico, se perdieron como lágrimas en la lluvia.
¿Por dónde andábamos? Pues eso, ya no era un pre-adolescente de recursos limitados. Era todo un trabajador en la cadena de montaje de papers científicos. Era 23 de diciembre. Teníamos solo un día para pillar otra guitarra antes de Nochebuena. Apuramos la mañana hasta ver si la guitarra aparecía. No ocurría. Así que Davín y yo enfilamos a Madrid a la única tienda que era seguro que estuviera abierta hasta tarde ese mismo día. Llegamos a la tienda de guitarras de la calle Arenal de Madrid. Le dije al tipo que quería una guitarra y que me podía gastar 400 euros (ese era el presupuesto de un científico psicodélico en ciernes de la época), me sacó una guitarra negra, parecida a la Les Paul pero no era una imitación concreta, me acordé de Pepe Risi, esa guitarra era lo más parecida a su ‘negrita’, la probé en un ampli que me pusieron en el que ninguna guitarra podía sonar mal, y en menos de cinco minutos, porque además estaban cerrando, ya teníamos guitarra para, por fin, y esta vez sin más contratiempos, volver a conjurar la magia de lo que fue la continuación de un linaje de parejas musicales del que cualquiera puede probar a verbalizar varios nombres. Pero nos faltaba un pedal de distorsión porque lo que queríamos nosotros, primeramente y por encima de todo, era hacer ruido. Así que en el siguiente día laborable nos fuimos a una tienda de instrumentos musicales que había en una nave industrial de Alcobendas, preguntamos por un pedal, me recomendaron (un vendedor argentino, por si sirve el dato) el Röttweiller y sin probarlo ni nada nos lo llevamos pagando unos 90 pavos. Fue la mejor compra de mi vida. Si perdiera ese pedal me daría un síncope. De momento estábamos jugando. Ni por asomo pensando en montar una banda. Ni de lejos un nombre de grupo. Habíamos decidido pasar las navidades divirtiéndonos haciendo canciones, sin más. Y en eso nos empeñamos en ese año indeterminado de unas vacaciones de Navidad. Que por lo poco que recuerdo se alargaron bastante. Luego sigo. No esperaba enrollarme tanto en este pasaje. Mañana más y peor. O mejor. O lo que sea. ¿Acaso importa? Da igual.